Iván de la Nuez "Iconofagías. Diccionario del siglo XXI" (Ed. Debate).

Iván de la Nuez ha demostrado una versatilidad impresionante en su escritura ensayística que le ha permitido transitar por la estética que no puede prescindir de la estética sin caer ni el panfleto político (propio del pseudo-radicalismo de la fosilización archivística), evitando, en todo momento, el descriptivismo carente de posicionamiento crítico. Iconofagias se presenta como una parodia de diccionario y es, en realidad, una síntesis de casi todos los esfuerzos teóricos en los que ha estado empeñado este pensador en las últimas décadas. Comienza invocando a Goethe que, como recordara Virilio, cada vez que le asaltaba el miedo, invitaba una imagen: “Salvando la infinita distancia, cada vez que a mí me asalta una imagen, lo que me gustaría inventar es una palabra”. Verbosidad y vivacidad reflexiva no le faltan a este cubano afincado desde hace tantos años en Barcelona. Pero sobre todo lo que demuestra es que encarna el prototipo del escritor barthesiano en el que el saber y el sabor no se excluyen, ofreciendo textos extraordinariamente placenteros que no pretender ser conclusivos sino que dejan espacio para que el lector continúe, tramando la trama. Heredero del conceptismo lezamiano (tan vinculado a los juegos de ingenio poético gongorinos) y de la musicalidad barroquizante de Carpentier, en las meditaciones sedimentadas por Iván de la Nuez encuentro un archipiélago en el que tan importante puede ser la transculturación de Fernando Ortiz como la "hipernormalización" tematizada por Alexei Yurchak (cuyo libro Todo era para siempre hasta que dejó de existir acaba de ser traducido en Siglo XXI y prologado, además, por Iván de la Nuez), la lucidez postfotográfica de Joan Fontcuberta (al que dedica una entrada y reconoce como uno de sus referentes) o la iconofagia que expande desde Norval Baitelo Junior.
Conviene recordar que Iván de la Nuez comisarió la estupenda exposición Iconocracia. El poder de las imágenes y las imágenes del poder en la Revolución Cubana que se presentaría en 2015 en ARTIUM (Vitoria) y más tarde en el CAAM (Las Palmas de Gran Canaria) que es, en buena medida, seminal para lo que en estas páginas del “diccionario” se va diseminando. En la introducción que titula “Ingesta, plantea la pregunta vertebral: “si esta es la era de la imagen, ¿cuál sería, entonces la imagen de esta era?”. Nuestra traumática “odisea del espacio” se inauguró, de forma mediático-terrorista, con la caída de las Torres Gemelas, una imagen “pixelada” Thomas Ruff, un detonante visual que compite con The Protester (el rostro global de la indignación del 2011 en la portada de la revista Time) como claves de nuestro tiempo desquiciado. Aunque también están disponibles la instantánea del cartel caído por tierra de Lehman Brothers, la foto de la sala de mando de Obama & CIA contemplando la imagen de Osama Bin Laden que se nos hurta (una suerte de versión contemporánea de Las Meninas), el cuerpo del niño Aylan ahogado en la playa turca de Ali Hoca Burnu o aquella secuencia, propia de Black Mirror, del embajador ruso Andrei Karlov asesinado en Ankara por uno de sus (presuntos) guardaespaldas en una exposición de fotografía. Tenemos “manjares” para atragantarnos en el banquete “autofágico” cuando más que pantagruélicos somos bulímicos que lo mismo nos damos un atracón con una serie patética en Netflix que batimos el récord de la procrastinación contemplando, sin pausa, reels en Instagram de cómo quitan espinillas en un plano hiper-porno.
El fantasma (post-comunista) que recorre el mundo es el del (neo)colonialismo y si bien “todo lo estamental y estancado se evapora”, la liquidez (en clave de Bauman) produce también una petrificación turistificadora. Iván de Nuez parece plantearse, como Hal Foster, la cuestión de que viene después de la farsa, cuando nuestro horizonte es el de la “extinción”. “Lidiamos –escribe este brillante ensayista- con una cultura sin arcanos en la que casi todo está a la vista. Una cultura que palpita mientras avanza hacia el acantilado, aunque no de manera torrencial sino volcánica”. Como apuntara Tocqueville, asustado ante el fervor revolucionario de su época, “dormimos sobre el volcán”. Hoy, en realidad, estamos (como herederos inverosímiles de la arqueología pompeyana) cubiertos de la ceniza de la banalidad, intentando no pensar demasiado en la catástrofe que ya ha acontecido. Lejos del maniqueísmo (ultraderechista) de la “batalla cultural”, Iván de la Nuez demuestra que siempre ha tenido un imponente vigor como polemista; así desmonta el “pasteleo” curatorial que hemos sufrido en torno a Félix González Torres (festejado sin criterio lo mismo en el MACBA que en la feria de ARCO) que propiamente no consiguen leer la intensidad de ese artista reduciéndolo a un “minimalismo sin alma” o lanza una oportunas andanadas contra el museo contemporáneo camuflado como un “atlas” que, a la postre, no es otra cosa que un apabullante ejercicio de hermetismo o un templo (pretendidamente queer y colaborativo, sostenible y mediador) del conceptualismo fosilizado. Iván de la Nuez, como el replicante de la escena donde lágrimas y lluvia se mezclan en el final de Blade Runner, ha visto muchas cosas y, sin resentimiento, pero también sin idiotez, escribió una Teoría de la retaguardia que ahora retoma desde la certeza de que en el gran problema del arte no es ya el de mezclarse con la vida sino “su obligación de abrazarse a la supervivencia”. No ha tenido que dimitir de nada, para dejar claro que lo que, desde hace tiempo, más le interesa es la literatura, esa escritura que da rienda suelta en un cuento con la rareza de nuestra “ñ” salpimentando cada frase. Póstumos a casi todo y en el postre de digestiones pesadas, en este fascinante diccionario se apuesta por el micro-ensayo cuando la compresión intervencionista de las redes obliga a postear cualquier miseria. “Hoy –apunta oportunamente Iván de la Nuez- somos unos cuantos los que nos resistimos a envasar al vacío las contradicciones sociales para servirlas más tarde con una lógica de supermercado, desde la cual la crítica queda convertida en denuncia, el discurso en retórica, la democracia en catarsis”. Cronificada la “duchampitis”, devenido el arte un pasatiempo o una “continuación light de la política” (en una parodia de la famosa consideración sobre la relación entre diplomacia y guerra de Clausewitz), hay que intentar mantener el tipo y dar la cara incluso desde la retaguardia, cuando estamos “zoombificados” o “filtrados” selfícamente. Iván de la Nuez, extra-ordinario crítico atópico, nos regala unas intensas meditaciones que ni consuelan ni ofrecen la cobertura reticular (ese wifi que nos permite navegar entre pecios o naderías), al contrario, en pleno éxtasis del “exhibicionismo” nos animan a “punctualizar” (en el sentido barthesiano) las imágenes, a fracturar los consensos o, por lo menos, a no compartir, en una tediosa reunión en zoom, el inercial powerpoint de perogrullada

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